Cada cierre de ciclo trae consigo un recuento de los procesos que sucedieron en ese tiempo.
Hoy llegó, por fin, la fecha que estuve descontándole al calendario desde el 15 de julio del 2015: dejar la apestosa ciudad de Mexicali. No me voy en las condiciones, ni al lugar que yo hubiera querido, pero al fin me marcho.
Hace 10 años y 5 días percibí por última vez el hedor de esta ciudad y me adentré en ella llena de ilusiones, con la firme convicción de alcanzar mis ideales a toda costa; hoy aquellos ideales me resultan tan ajenos pero me ayudaron a encontrar mi camino.
Recuerdo el calor de ese 14 de agosto, mi blusa café, mis tacones de aladín, ese fervor por la semiótica, aquel cigarro, y aquella camiseta verde que me cambiaría la vida un par de años después.
Tenía muchos amigos, las fiestas no me faltaban y tenía los ojos de Milo todos los domingos, Milo se quedó en este camino y aún no me repongo.
Por fin pude bailar contemporáneo y, sin querer, la vida me puso a escribir más allá de las servilletas.
Hubo mujeres, hubo hombres, hubo amor y desamor, mentiras y verdades, combo que me hizo más fuerte, más selectiva y, lamentablemente, más huraña; pero luego hubo niños, niños con mocos, con llantos, con agujetas sueltas, con el corazón colgando, con ese amor sin miedo y tan facilito...también me cambiaron.
Aprendí a cocinar, aprendí a argumentar (sí, la Rossyo de hace 10 años no hablaba), me enamoré de Joaquín... y con él aprendí cuándo debía llorar.
Dejé un libro inconcluso, gracias a Coelho, me obsesioné con Kundera, con Eco, con Sartré, con Abigael, con Pacheco... con dos Pacheco.
Aprendí a decir Teamo, aprendí a abrazar, a mirar, a soñar... a adorar mi soledad, a encontrar sin tener que buscar.
Me enamoré muchas veces, de una foto, de unos ojos, de algunas sonrisas, del güisqui, de los silencios, de las letras, de los extraños.
Aprendí a cuidarme, dejé de temerle a la muerte y me convencí de aventurarme.
Lloré mucho y aprendí más, reí sin cesar con la facilidad que provoca el viento al juguetear entre mis poros.
Me convertí en una mujer débil y miserable, porque necesitaba renacer, reencontrarme para poder mostrarme desnuda ante el mundo sin ninguna temeridad porque me sé íntegra.
Me convertí en muchas mujeres, me convertí en árbol, en azul, en un personaje de ficción; y ese árbol me hizo verme fuerte, y ese azul me hizo ser capaz de todo y esa Ophelia sigue siendo la mujer de mis entrañas.
Aprendí que el amor y la literatura son dos cosas distintas, que tus libros son tus libros y que tu pareja es punto y aparte. 
Sé lidiar con los chantajes, con las calumnias, con los alguates, también sé cómo desprenderme de lo que me pertenece sin tener que patalearle. 
Cometí muchísimos errores de los que hoy no me arrepiento. 
Lloví, vi llover, me perdí y me encontré, traté con los bajos mundos... y aprendí mucho de ellos, los vasos de María (sí, la puta de la mina) aprendí a suicidarme por una buena comida, vi los perros comerte los pies simulando hacerte cosquillas, y fui perro, y fui gato, fui un pony, y un fantasma gris sin algún retrato.
Lloví, vi llover, me perdí y me encontré, traté con los bajos mundos... y aprendí mucho de ellos, los vasos de María (sí, la puta de la mina) aprendí a suicidarme por una buena comida, vi los perros comerte los pies simulando hacerte cosquillas, y fui perro, y fui gato, fui un pony, y un fantasma gris sin algún retrato.
Me traje una cajuela llena de materiales que utilizaré para el futuro, dejé pocos amigos, dejé muchas falsas máscaras, me traje de todo un cachito pero por ahí se quedó mi corazoncito. 
 
 
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